lunes, 15 de octubre de 2007

Todas Ellas


Si ni siquiera las estrellas fijas son fijas,
¿cómo podéis decir que todo lo verdadero es verdadero?

Georg Lichtenberg

Ella prefiere los libros a la gente, eso pensaba al verla hojear algún viejo tomo empastado en cuero amarillo, mientras esquivaba la mirada del macho latino, camisa abierta, pelo en pecho, sabroso, que la intentaba hipnotizar con su cháchara juvenil. Encantador de serpientes experimentado, seguramente. Ella, fría como el hielo, dura roca, dejaba que la observara como quien mira los planetas que se fijan en el cielo y te sacan la lengua riéndose, como cargándote de que no puedes tocarlos. Yo, para distraerme, pensaba en mujeres. Me acordaba, por ejemplo, de la muchacha quinceañera que cada tanto me regalaba besos en el sótano del conocido centro juvenil y cultural, céntrico y vanguardista, de ciudad pequeña pero universitaria (escapados de la pontificia universidad luego de derramar cháchara larga), donde los baños unisex albergan poetas etílicos y canábicos, de esos que pueden ser fumados si los dejas expuestos mucho tiempo a los rayos del sol. Ella me pedía incesante que le regalara “Lolita” y yo respondía rápido y certero ¡sí! augurando un triunfal intercambio de fluidos que nunca llegó, aunque fueron muchos y buenos y bellos los besos que me entregó enguantada de colegiala en medio de salas semioscuras y vacías. También recordaba a otra niña, nombre de peluquera tenía, Dalila, hebrea ella, que partió a Israel con jugosa beca a buscar palabras secretas entre secretos libros con sus ojos serenos, su baja estatura, propia de una mujer de tan altas ideas, como venenito en frasco chico, condenada a una muerte rápida y pronta, tan pronta en este relato, pero más pronta en la triste vida. Y su apellido lleno de ges, de eses, de erres, de enes, un nombre tan de filosofa, tan de antología. Partió hacia su tierra prometida, partió y terminó partiéndose, terminó, no me atrevo a decirlo, no, no hay significante para tamaño significado!!! ¿Cómo terminó? Con los sesos desparramados en su suelo de los lamentos. Choque de auto. Llamo al mozo, estoy al borde del pánico, los recuerdos producen pánico, un café le digo, un café con leche, como si un café con leche me salvara de hundirme en un abismo que no tiene nombre, como si me sumergiera de noche en un ataúd de acero. Choque de auto. Yo me enteré un jueves a las doce del día. Sin embargo, sin embargo, sin embargo, aquí estoy cuidando tu sueño como un tigre rojo o un soldado de basalto, centinela en las avanzadas del mundo.



Los cuerpos de las mujeres que me he comido pasan desfilando ante mí mientras me cae en el pelo la ceniza del cigarrillo. El aroma a perfume, las más obscenas escenas regresan a mi propio cuerpo, olores infinitos se mezclan en el paseo que realizan las hembras que me fui comiendo desde que descubrí que la mujer puede ser devorada. Café con leche porque ya no uso la mano suave del caníbal, estoy ahora solo y sentado en el oscuro café mientras viene la noche a tentarme con un festín de dulces recuerdos. No la atiendo. No tengo hambre le digo. Y es que devoré a todas las mujeres que pude, un glotón universal, un apetito gargantuesco y antropófago. Las comí a todas, algunas lentamente, otras fueron devoradas rápidamente, pero todas me hicieron el mismo mal indigesto, me envenenaron de a poco, me envenenaron un poco, por mas delicado que fue cada mordisco con que las engullí. Me dejaron claveles y huesos tiempo después, cuando renacieron para ser devoradas por otros hombres, continuando así el ciclo de la vida, su ciclo del agua, nuestro ciclo digestivo tan particular. Me envenenaron todas, todas y cada una me envenenaron. Rompí las cartas de la primera de ellas, recién, hace unos pocos días. Tengo que limpiarme como un campo arrasado por el fuego.



También había otra, una amiga que intentó quitarse la vida y se rebanó los brazos como si fueran un fiambre. Más tarde intenté hacer lo mismo. La historia se repite decía Hegel, pero se le olvido agregar un detalle macabro, se repite como tragedia, primero, y después como farsa. Yo la consentía con el pan poético de mentirosos libros, aunque cambié también sus vendas y algodones, porque no solo de pan vive el hombre, mintiéndole acerca de la belleza y la esperanza con libros de Camus, del sentido del dolor con libros de Weil. Mintiendo y mintiendo sin parar. Para después cortarme, casi en chiste, yo mismo los brazos. Le mentí mucho y bien y por eso la tengo todavía a mi lado. Para eso me sirvieron los libros. Y es que para eso sirven. La bibliotecaria me gustó porque leía, a veces, en voz alta. Para mí ella era Wittgenstein. En mi hormonal pubertad, me quedaba turbado entre sus letras bien pronunciadas, su pelo negro de diva mala mujer, alevosa y malevosa, que dominaba ese espacio neutro amurallado de libros con el glamour de una vedette, una “madame” que administraba las bien letradas “señoritas”. Y solo mía. Porque claro, nadie quería esa biblioteca. Yo tampoco, yo sólo quería a mi librera de pronunciación perfecta. Hojas como plumas, letras como lentejuelas. Era mi “Gatita de Porcel”. ¿Cómo no ser mi Vedette? ¿Cómo no leyendo: “estoy ante un poeta. Hay muchas personas en la sala, pero no se les oye. Están en sus libros. A veces se mueven entre las hojas como hombres que duermen y se dan vueltas entre dos sueños...”? ¿Cómo no serlo? Entre mis sueños y sus sueños me regaló una visión de blanco algodón y bombachas, ¿cómo no serlo? Me regalo sus palabras y alguna mirada dulce, caricias inocentes que movieron algo entre mis piernas. La miraba mirar su libro y luego, solitario, me manchaba los bigotes con cerveza mientras mi inesbelta figura reposaba cetácea, ballenesca, como un cachalote bonsái alcoholizado en la playa de los bares, en un barcito de esos que cada esquina contiene como mínimos ateneos. Ella miraba el libro viejo y no al mancebo muchacho, sabroso, juvenil, con esa galante cháchara. Y yo, mirando al libro, la miraba a ella. Así comenzó esto que no es mas que un paseo febril por cosas que pasaron hace poco y que todavía hoy me dejan alguna que otra nota sobre la cama, en especial avisándome que dormiré solo esta noche. Una introducción a la teoría de las catástrofes, de eso se trata el asunto, porque todas ellas me envenenaron, todas ellas, condenándome a mirar el paisaje desde la ventana de una cocina, de un café, de un micro, de donde sea, siempre hay ventanas para que pueda mirar la vida, paradoja graciosa e inmunda, la vida se las arregla para que sea un espectador. Si me encadeno a algo moriré libre, pienso. Y termino el café y sigo hablándome a mí mismo, sin pensar en lo que dijeron los ojos que me hablaban, por que mi preocupación no es morir, sino atarme a las cosas que amo hasta que me engangrene (luego, claro, me cortaran como un miembro podrido). Terminaré en la baldosa impoluta del quirófano como una morcilla, un trocito amoratado de sangre gastada.



Todas ellas me envenenaron, todas ellas.

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